Con esta obra, Ramírez Lozano (Nogales, 1950) obtuvo el XIII Premio de Poesía Fray Luis de León. Son ya casi incontables las veces que un libro del escritor extremeño luce la franja del galardón literario recibido. El jurado declaraba que se distinguía “por una imaginación desbordante vertida en un verso que maneja de forma original la imagen, generalmente de raíz surrealista. Y, al tiempo, imbricada en un pulso narrativo que vertebra los poemas y les sirve como pauta y asiento. En su conjunto reúne una serie de escenas y una galería de personajes harto curiosos, que amplían la mirada sobre el hombre”.
Lo confirma la lectura de estos versos, por lo demás muy en línea con la poética toda del autor. Los abre una cita de Santos Domínguez: Como si los dictara un sueño/desde un tiempo sin tiempo,/fragmentos subalternos, confluencias/memorias inveraces/que simula el recuerdo y ejecuta el fracaso (El viento sobre las aguas). Difícil proponer otras imágenes que las aquí expresadas por el escritor cacereño para caracterizar la escritura de Ramírez Lozano-
Se divide La sílaba de ónice –ya el título es toda una manifestación, uniendo palabra y piedra preciosa- en dos partes, “Fabulaciones” e “Invertebrados”, cerradas por un poema epilogal, acaso el mejor de todos, a los que de alguna manera resume.
Para fabular, el poeta extremeño ha demostrado siempre poseer extraordinarias virtudes. Personajes, territorios, acontecimientos, animales, olores y figuras que sólo en su fecunda imaginación existen, transitan por los versos con la asombrosa facilidad del realismo mágico. Este formidable derroche, tan inverosímil como atractivo, no se interrumpe en la parte segunda. Baste leer la primera estrofa del poema “El abuelo de Dios”: Dios tiene un abuelo aún más eterno/que se sabe el olvido, que perdió la memoria/, que anda por el mundo madrugando/y que lleva la cuenta de las hormigas muertas/y los lunares de las mariquitas.
Algunos especímenes aquí concitados resultarán reconocibles para los lectores habituales: el bultano de Erión (mamífero ciego que huía de los arqueros del rey Salmanasar); la voraca de Ur (que tomaba la forma de cuanto devoraba, dando cuerpo con su misma materia a los hombres que engullía); las monjas clarisas (dadas a ensartar con su aguja las minúsculas muertas de los abecedarios) o el mártir san Anilio, que te señala con el dedo el portón que da al Tíber, pero encamina a una alcoba de Praga.
Es cierto que en ocasiones surgen figuras localizables en los libros de historia, como el rey Mitrídates, Goya, Gandhi, Tina Turner, el mismísimo San Pedro). O lugares de la geografía real (Corfú, Marsella, Dachau, China, Judea, Ceilán, Namibia). Pero, según la misma pluralidad de nombres sugiere, nada se dice acorde con los parámetros espaciotemporales ni la verosimilitud lógica. Es todo un puro disfrute fantasmagórico, el juego creativo más libre, sustentado sobre un dominio excepcional del lenguaje, cuyas sílabas, sabiamente manejadas, son tan preciosas como el ónice.
Si la vaca cega (ciega) de Joan Maragall no olvida los senderos que conociese antes de la cruel pedrada, y se conduce como las demás, la vaca sola del poema último ignora la promesa de Dios/pero se deja, mansa/ordeñar por el ángel de la desolación/mientras camina lenta/arrastrando sus ubres, el hilo de su leche/sobre las matas verdes de ortiga y achicoria/sobre las tumbas negras que aguardan todavía/el vano despertar, el alba de la carne. M.P.L.
José A. Ramírez Lozano, La sílaba de ónice. Valladolid, Junta de Castilla y León, 2019.